OSCURIDAD

Ella decía que la oscuridad le daba miedo. Nunca bajaba la persiana del todo, ni ponía cortinas tupidas. Pensaba que la oscuridad encierra misterios y si no veía nada, tal vez no hubiese nada. Y la nada engulle, absorbe y te lleva con ella. Soñó que no despertaba y todo se acababa. No había luz al final del túnel, porque todo se tornaba negro y absoluto. Y le dio miedo. Un miedo terrible se apoderó de ella y dejó de creer en la vida eterna. El alma pesa. ¡Vaya que si pesa! Cada vez que se iba, se consumía. Y para ir adaptándose a ese final sin tregua, pasaba los días entre tinieblas. Sólo al amparo de una triste lamparilla que bailaba. En las paredes las sombras se confundían con ánimas benditas. Veía siluetas de danzarines alegres, o el bamboleo de una vela que iba a la deriva. Se arrodillaba ante el baúl que escondía en el desván y antes de abrirlo se santiguaba. Siempre era lo mismo. El miedo y el deseo de volver a verlo. Crujía la madera y chirriaban las bisagras, de tanto postergar que aquello se elevara. Soplaba el polvo que allí se acumulaba y tenía que sacudirse la cara y cerrar los ojos. El olor de ayer, el olor del pasado se despertaba. Allí estaba la caja de nácar donde guardaba tesoros sin alma. Ése que se evaporaba cada mañana. En la tapa de aquella pequeña caja, había pintada una flor de lis en un azul profundo, como el mar, como el cielo, como el corazón del dragón. Estaba fría. La abrió. Allí estaban los retratos, las perlas y unas letras grabadas al fondo. “Tras las montañas se esconde el gran jardín”. Sabía muy bien quien había escrito aquello. Sabía de dónde salieron aquellas perlas negras y huérfanas de padres. Conocía los rostros de cada fotografía. No pudo evitar llevárselas a los labios y besarlas, apretarlas contra su corazón y decirse “por amor no se llora”. Sin soltar los rostros de sus manos, siguió rebuscando dentro del baúl. El chal de cachemir, doblado en perfecta cuadratura, con los flecos colgando como plumas de ganso. Los zapatos de raso que nunca se puso, aún envueltos en celofán. El vestido largo de raso y las enaguas de encaje que nunca sirvieron para dar aire. Una tiara de brillantes y un velo arrebujado para que no se estropease. Allí seguían sus recuerdos sin pasado, sin futuro y sin presente. Dejó las fotografías y cogió el vestido blanco. Lo estiró, lo zarandeo y miró. Se despojó de la ropa que llevaba y se lo puso. Era difícil subirse la cremallera y con unas pocas maniobras de contorsionista lo consiguió. Aún le valía. Aún su figura era la misma de antaño. Se agachó a coger las enaguas y se las metió por los pies para subirlas hasta su cintura. El vestido tomó otro aire. Se puso aquellos zapatos de tacón de aguja y apenas se veía su punta por el largo del vestido. Se le arremangó y fue hasta el espejo de las mil maravillas, levantó el paño que lo cubría. Otro halo de polvo se repartió por la estancia y tirando de la cuerdecita que pendía del techo, se encendió una bombilla. Allí estaba ella, vestida de blanco. Se miró. Se remiró de arriba y abajo. Todavía la faltaba algo. Volvió al baúl y se cubrió los hombros con el chal, y la tiara se la puso sobre la cabeza, no hacía falta velo o sí hacía falta. La estampa que se reflejaba era la de aquella mañana. La mañana en que sus hermanas la preparaban. Un alfiler por aquí, otro por allá, que dejes este mechón de pelo que se engarce en un tirabuzón y que el velo te cubra el rostro, y yérguete, que se aprecien tus encantos. El chal era el regalo de la mujer muerte y aunque no la quería, se lo debía. Volvió a mirarse en el espejo y se daba vueltas. Se miraba de un lado y después del otro. De pronto se paró frente a él y se quedó quieta. Se subió aquel velo de tul y se contempló. Ahora sí lloró. Calló al suelo envuelta en lágrimas y se tapaba la cara. Se la pasó. Se fue quitando todo aquello. Doblándolo. Guardándolo. Se vistió con el tejano raído, el jersey descolorido y las alpargatas de esparto. De nuevo se arrodilló ante el baúl descarnado. Asió la caja de nácar, pasó sus dedos por aquellas palabras, rozó las perlas, y volvió a besar el rostro pintado. Lo depositó en el mismo lugar donde estaba. Se levantó y fue hacia la ventana. Tuvo que restregar con la manga para poder mirar a través de ella, para poder ver lo que se escondía detrás de la montaña. El sol brillaba. Las flores cantaban. El viento baila. Y cada cabritillo la miraba. La madera crujía bajo sus pies cuando caminaba. Las escaleras la hablaban. Y cuando llegó al zaguán y se cambió de calzado, una llave penetraba en la cerradura de la puerta. Su corazón dio un vuelco. ¡Tal vez fuera! Pero sólo era el sueño del que despertaba. Y se quedó allí sentada. En aquella morada.


Una respuesta a “OSCURIDAD

Deja un comentario